Estados Unidos ya no puede respirar / The United States can’t breathe
Por Maribel Hastings y David Torres | WASHINGTON, DC
La nación estadounidense es acechada por diversos flagelos: la pandemia del coronavirus y su resultante crisis económica; la violencia policial en contra de afroamericanos y otras minorías; y un presidente prejuicioso, incapaz de tener empatía con nada y con nadie, que se crece fomentando la violencia y la división.
Es, en muchos sentidos, el peor presidente en medio de uno de los peores momentos en la historia moderna de este país, un momento en el que se necesitaría un verdadero mensaje de unidad no “patriotero”, sino de definitiva refundación de una sociedad a la que la nueva segregación racial está carcomiendo salvajemente por dentro, dejándole heridas tan profundas que la han debilitado ante los ojos de todo el mundo.
En efecto, las protestas de costa a costa por el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de un policía anglosajón en Minneapolis vuelven a poner sobre el tapete el eterno problema de racismo, desigualdad e injusticias que a lo largo de la historia de esta nación han sufrido las minorías a manos de las clases dominantes y de las autoridades anglosajonas.
Pero el caso también pone de manifiesto lo que ocurre cuando quien ocupa la Casa Blanca, Donald Trump, no solo incita sino que le ofrece cobijo al prejuicio y al racismo. Digamos que las manzanas podridas que operan en departamentos de policía a través del país, así como los grupos e individuos que promueven la supremacía blanca, han encontrado en este presidente un defensor. Por eso andan tan envalentonados desde que él arribó al poder. Por eso están dispuestos a hacer lo que sea para mantenerlo en la Casa Blanca.
Previo a ser presidente y desde que lo es, Trump siempre ha estado de parte de supremacistas y racistas. En Charlottesville, Virginia, cuando se manifestaron en contra de judíos y minorías y cuando uno de ellos embistió a contra manifestantes matando a una joven activista, Trump se refirió a ellos como “gente buena”.
No cabe duda de que él es un síntoma de una enfermedad que ha aquejado al país través de su historia. Esta nación se forjó a punta de violencia, saqueos y sangre. Contra nativos estadounidenses, contra mexicanos e hispanos, contra los afroamericanos descendientes de esclavos que a pesar de los avances en materia de derechos civiles siguen siendo discriminados. Las injusticias no han cesado. El racismo institucional sigue vivito y coleando.
Así, la rodilla de la supremacía blanca, ahora desde el poder con Trump, no ha querido quitarse del cuello de una nación de minorías dolidas, vilipendiadas, sobajadas, ninguneadas y apartadas del verdadero bienestar que ha pretendido ofrecer un sistema socioeconómico sin precedentes como el estadounidense, pero que lamentablemente solo funciona bien para unos cuantos.
Desde que las manifestaciones estallaron en días pasados Trump solo ha incitado a la violencia. “Cuando el vandalismo comienza, los disparos comienzan”, tuiteó cuando empezaron los disturbios en Minneapolis. Luego trata de dar marcha atrás, pero a la menor provocación vuelve a la carga porque está en su naturaleza; no puede evitarlo. Ahora ha utilizado la crisis para culpar a demócratas y liberales. La nación necesita calma y dirección, dos cosas que este presidente es incapaz de ofrecer.
No hay que dar muchas vueltas para contextualizar este momento histórico: con un virus implacable que ha matado a más de 100 mil estadounidenses; con esta nueva revuelta racial que promete cimbrar de nuevo las ya de por sí tensas relaciones sociales; y con un mandatario que fomenta los odios para aprovecharlos políticamente ante la cercanía de las elecciones, esta nación se asfixia: como George Floyd, Estados Unidos ya no puede respirar. (America’s Voice)
The United States can’t breathe
By Maribel Hastings and David Torres | WASHINGTON, DC
The United States is being stalked by different scourges: the coronavirus pandemic and its resulting economic crisis; the political violence against African Americans and minorities; and a prejudiced president, incapable of having empathy for anyone and anything, who continues fomenting violence and division.
He is, in many ways, the worst president in the middle of one of the worst moments in this country’s modern history, a moment in which a true message of unity is needed, not “patriotic,” but of definitive repudiation of a society in which the new racial segregation is savagely tearing away at its insides, leading to such deep wounds that we have become debilitated in the eyes of the whole world.
Essentially, the coast-to-coast protests over the assassination of George Floyd, an African American, at the hands of an Angle Saxon police officer in Minneapolis put the eternal problem of racism, inequality, and injustice on the table once again. Throughout the entire history of this nation, minorities have suffered at the hands of the dominant classes and Anglo Saxon authorities.
But this case also highlights what happens when the person who occupies the White House, Donald Trump, not only incites but offers protection to prejudice and racism. It’s such that the “bad apples” that operate in police departments throughout the country, along with the groups and individuals who promote white supremacy, have found a defender in this president. That is why they go around emboldened, ever since he came to power. For that reason they are inclined to do whatever is needed to keep him in the White House.
Both before and after he was president, Trump has always been on the side of the supremacists and racists. In Charlottesville, Virginia, when they demonstrated against Jews and minorities and one of them rammed counter-protestors, killing a young activist, Trump referred to them as “good people.”
There’s no doubt that Trump is a symptom of a sickness that has afflicted this country through its history. This nation was forged by the sword of violence, looting, and blood. Against U.S. natives, against Mexicans and Hispanics, against African American descendants of slaves who, despite the advances on the topic of civil rights, continue to be discriminated against. The injustices have not ceased. Institutional racism continues, alive and kicking.
In that way, the knee of white supremacy, now from the position of power with Trump, has not been removed from the neck of a nation of minorities who have been hurt, vilified, abused, ignored, and distanced from the true safety that a socio-economic system without precedent, like the United States’, has pretended to offer. Unfortunately, the system only works for some people.
Since the protests began in recent days Trump has only incited them. “When the looting starts, the shooting starts,” he tweeted when the disturbances in Minneapolis began. Then he tries to backtrack, but at the last provocation comes back because that is his nature; he can’t avoid it. Now he has used the crisis to blame Democrats and liberals. The nation needs calm and direction, two things that Trump is incapable of offering.
It doesn’t take much to put this historic moment in context: with a relentless virus that has killed more than 100,000 U.S. citizens; with a new racial revolt that promises to shake up, yet again, already tense social relations; and with a leader who foments hate to take political advantage as the elections draw nearer, this nation suffocates: like George Floyd, the United States can’t breathe. (America’s Voice)
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